Altar sin Dios
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Ando ahora por tierras de Sonora, en un pueblo cuyo nombre no viene al caso mencionar. Cumplidos mis deberes de conferenciante, pido ir a lugares a donde llegan poco los viajeros. Mis anfitriones me asignan un guía de turistas certificado por la dirección del ramo, en Hermosillo. A poco descubro que así como yo no soy turista, él tampoco es guía.
–¿Por qué anda en esto? –le pregunto.
–Por pura necesidad –me dice–. En este pueblo tiene uno dos opciones para hacerse rico: trabajar mucho o juntarse con los malitos. Yo para trabajar soy muy huevón y para ser malito muy culero. Soy pobre, por lo tanto. Pero pobre contento. De cuando en cuando me cae un loco y con tres o cuatro que me pesque al mes ya la hice.
El loco que le ha caído esta semana, me doy cuenta, soy yo.
Vamos a Benjamín Hill. Quiero conocer ese lugar porque es una antigua y famosa estación de trenes. De aquí partió la línea ferroviaria cuya historia se narra en una extraordinaria película mexicana: “Viento Negro”. No queda casi nada de aquella tradición trenista. Quedan nomás los vastos galerones donde se reparaban las locomotoras.
Cerca de aquí se encuentra Altar, en el principio del desierto de ese nombre. El pueblo estuvo a punto de acabarse y desaparecer del mapa igual que otros sitios fantasmales que hay por aquí. Pero de pronto le llegó un auge inesperado. Ahora tiene tantos cuartos de hotel como una ciudad grande, restoranes y fondas por docenas, y sus calles presentan todos los días un tráfico animado, como de población en día de feria. ¿Qué fue lo que causó esa súbita bonanza? Los migrantes. Altar es el último punto para aprovisionarse antes de intentar el cruce de la frontera para entrar en los Estados Unidos. Ha florecido aquí, por tanto, el negocio de los polleros, que así son llamados los hombres que conducen a los indocumentados para pasar la línea. “Polleros”... En los estados donde la línea divisoria es el río Bravo, tales sujetos reciben el nombre de “pateros”. Allá caminan; acá nadan.
Yo si he sabido ni vengo. Me invade la tristeza y uno no viaja para que lo invada la tristeza. Camino entre los centenares de hombres y de mujeres, y aun de niños, que están aquí en espera de emprender una jornada que a muchos de ellos les costará la vida. Todos ríen y charlan entre ellos animadamente. Toman cervezas o refrescos en la plaza del pueblo, junto a la parroquia, y comentan las incidencias del largo viaje que hicieron para llegar a Altar. Se oyen acentos extraños, y aun dialectos indígenas. Hay orientales entre los que intentarán pasar ilegalmente. Todos los migrantes se ven limpios y visten sus mejores ropas. Se muestran unos a otros sus mochilas y efectos de viaje. Tal se diría que van a un día de campo. Ya han gastado entre mil y 3 mil dólares para llegar acá.
–¡Pobres! –se compadece mi acompañante–. Para cruzar ese desierto tienen que llevar más agua de la que pueden cargar. Y del otro lado los están esperando los gringos, la Border Patrol, con helicópteros y radares y perros amaestrados. Y los esperan también los minute men, esos canallas dispuestos a dispararles con rifles de mira telescópica, como si fueran animales de cacería, y a dejarlos ahí para que se los coman los coyotes. ¡Pobres!
Yo me pregunto quién tiene la culpa de este drama. Pero apenas empiezo a pensar eso suena en un altavoz la música de la resobadísima canción que dice: “México lindo y querido, si muero lejos de ti...”. Con eso ya no puede uno pensar. Pedimos nosotros también una cerveza y la bebemos a lentos sorbos en este Altar donde parece no haber Dios.