El destino de los libros
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Miss Anne Teasdale, de Mason House, librería cercana a la Universidad de Indiana de la que soy antiguo –antiquísimo- cliente, me hace el favor de enviarme periódicamente información sobre ventas de libros que, piensa, pueden ser de mi interés. Hace tiempo me avisó que saldría a la venta, en Londres, un lote de libros mexicanos. Al parecer algunos provenían de la biblioteca de un sacerdote llamado Agustín Fisher. Desde luego la noticia llamó poderosamente mi atención, pues el padre Fisher es uno de los personajes más inquietantes -cabría decir, más misteriosos- de nuestra historia.
Cuando el Imperio de Maximiliano sucumbió, el padre Fischer, capellán del Emperador, cayó prisionero de los republicanos. Éstos lo consideraban hombre de peligro, y sin formación de juicio lo recluyeron en el viejo convento de la Enseñanza. Ahí estuvo don Agustín, ocupado en sus lecturas y sus rezos.
El barón Tegetthoff, que vino de Europa a fin de llevar a Viena los restos del desdichado príncipe, oyó hablar del padre Fischer, y consiguió su libertad. Los juaristas pensaron que soltar al clérigo sería una muestra de buena voluntad a las potencias europeas y a la Sante Sede, y dejaron que Fischer se marchara.
Pero al sacerdote le había sucedido lo mismo que a Maximiliano: se enamoró de México. Llegó a sentirse mexicano. Así, tan pronto hubo ocasión propicia para ello, regresó a nuestro país, y eso que en España el rey Alfonso XII le había ofrecido la dignidad de capellán de El Escorial, uno de los mayores honores a que cualquier eclesiástico europeo podía aspirar. También la Reina quiso que fuera su confesor y director espiritual. Fischer declinó ambas distinciones. Quería volver a México.
El Padre Fischer es uno de los bibliógrafos más acabalados que ha habido en tierra mexicana. Por su amor a los libros bien se le puede equiparar con hombres tales como Carlos de Sigüenza y Góngora, Mariano Beristáin y Souza, Joaquín García Icazbalceta, Genaro Estrada o nuestro ilustrísimo paisano Artemio de Valle Arizpe. Formó una de las mejores y mayores colecciones de libros que había en la ciudad de México. Se especializó en volúmenes del siglo XVIII: no hubo libro publicado en ese siglo que no adquiriera. Por desgracia, a su muerte, acaecida en 1887, su biblioteca cayó en manos de mercaderes. Dos años después, en 1889, aparecieron en Europa dos magnas colecciones de libros mexicanos. Una de ellas era la biblioteca del padre Fischer.
Después de pasar por varias manos esa colección fue adquirida recientemente por la empresa londinense de subastas Puttick y Simpson, la cual sacó a la venta los libros ofreciéndolos uno a uno, y no como lote unitario. Seguramente se habrá dispersado ya ese acervo valiosísimo. Entre aquellos volúmenes, según la información del catálogo respectivo, están los que pertenecieron a don José María Andrade, quien los vendió al Imperio para que con ellos se formara la base de la Biblioteca Nacional, pero que acabaron finalmente en poder del padre Fisher.
“Habent sua fata libelli”, decían los latinos. Los libros tienen su propio destino. La frase es de Terenciano Mauro, y viene en su obra “De litteris, syllabis et metris”, I, 286. Es una pena que estos libros mexicanos no hayan quedado en México. Están perdidos ya para nosotros. Aquí canto su réquiem.