No...
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Yo no soy hombre de cuentas: soy de cuentos. Me gusta el cuento, la verdad, y le estoy muy agradecido, pues vivo de él. Me gusta escuchar cuentos, y me gusta contarlos. De niño, más que los cuentos escritos por Perrault, Andersen o Grimm me embelesaban los cuentos que oía en labios de las criadas, o de los campesinos. Esos cuentos no son de hadas, sino de Hades, pues hablan de espantos, duendes y otras criaturas de ultratumba. Hay riquísimas colecciones de relatos populares, y el lector se asombra al ver que todos los pueblos comparten el mismo genio y las mismas figuras, y aun los mismos temas, aunque sea con variaciones.
El pasado viernes dispuse de un par de horas entre una conferencia y otra que debía dar en Monterrey. Para no matar el tiempo fui a la Librería Gandhi. Ahí encontré un volumen de llamativo título: “Cuentos prohibidos rusos”. A mí me atrae todo lo prohibido. Si alguien anuncia trompadas prohibidas a lo mejor me acerco a recibir alguna. Compré ese libro, pues, y ahí mismo empecé a leerlo frente a una taza de humeante capuchino.
Hallé un cuento que se llama “No”, recopilado por Alexander Afanasiev. Ese relato tiene cierto parecido con uno de Homero. En “La Odisea” Ulises le dice a Polifemo que su nombre es Nadie. Cuando el ingenioso héroe priva de la vista al cíclope clavándole una estaca en su único ojo, Polifemo llama a sus compañeros en petición de auxilio. “¿Quién te hizo daño?” -le preguntan éstos desde lejos. “¡Nadie!” -responde el gigantón. “Pues si nadie te ha hecho daño -le responden los otros- déjanos en paz”.
En el cuento recogido por Afanasiev un hombre viejo y rico tiene una esposa bella y joven, pero sumisa y tonta. El marido va a salir de viaje, y dice a su mujer: “No veas a ningún hombre. Y si uno viene a verte responde ‘No’ a todo lo que te diga. A cualquier cosa que te pida tú contesta no, no y no”.
Fiado en la obediencia de su dócil esposa el viajero se va, tranquilo. Poco después llega un militar. “Buenas tardes” -saluda a la linda mujer. Ella, acatando al pie de la letra la orden de su marido, le contesta: “No”. Extrañado por aquella respuesta pregunta el oficial: “¿Qué pueblo es éste?”. Replica de nuevo la muchacha: “No”.
Eso hace que el visitante, hombre de ingenio perspicaz, sospeche lo que había tras el “No” repetido de la joven. Le pregunta entonces: “¿Haría yo mal en desmontar y atar mi caballo a la reja del jardín?”. Le dice la muchacha: “No”. “¿Incurriría en descortesía -pregunta el oficial- si entro en vuestra casa?”. “No” -vuelve a decir la muchacha.
De ahí en adelante todo fue miel sobre hojuelas. “Si os doy un beso ¿haría mal?”. “No”. Si os llevo a la alcoba ¿os molestaríais?”. “No”. “Si os acuesto en la cama y me acuesto junto a vos ¿eso sería atrevimiento?”. “No”.
Y así, de no en no, el pícaro sujeto consiguió lo mismo que con un “sí”. Incluso le preguntó a la joven después de terminada la grata coición: “¿Habéis quedado satisfecha?”. Y el “No” de la muchacha le permitió un nuevo deleite. Cuando volvió el marido de su viaje le preguntó a la esposa: “¿Vino algún hombre a verte cuando estuve fuera?”. Y ella, con la inercia de tanta negativa: “No”. Y todos contentos.
Y colorín colorado... ¿El cuento se ha acabado? No. En este cuento que es la vida los cuentos jamás se acaban. No.