Para enseñar latín
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En manos del maestro con vocación y optimismo, la educación puede combatir, con sabiduría y sensibilidad, la angustia y el aislamiento de la modernidad
El 24 de junio pasado se conmemoró un aniversario más del nacimiento de Ernesto Sabato, uno de los escritores argentinos de mi predilección, de quien rescato lo siguiente: “la escuela y hasta la universidad deben atender a las necesidades físicas y espirituales de cada una de las regiones, pues el hombre que se pretende rescatar en esta deshumanización que en nuestro tiempo ha provocado la ciencia generalizadora es el hombre concreto, el de carne y hueso, que no vive en un universo matemático sino en un rincón del mundo con sus atributos, su cielo, sus vientos, sus canciones, sus costumbres; el rincón en que ha nacido, amado y sufrido, en que se han amasado sus ilusiones y destinos”.
Indudablemente, en la educación formal el maestro es el partero de esta increíble posibilidad, pues es el docente (por supuesto los padres también) quien puede destruir la enajenación, la angustia y el aislamiento que pregona la modernidad educativa de la generalidad de los sistemas educativos de occidente; es el docente quien puede aniquilar al perverso lobo de Hobbes; es él quien tiene el poder para coadyuvar, con su sabiduría y sensibilidad, a que los educandos, bajo el manto de su propia individualidad y diferencias, canten al viento sus canciones nativas y así forjen sus sueños, teniendo como brújula y guía ética su carísimo testimonio.
VIRTUD TRANSFORMADORA
Fernando Savater en su libro “El Valor de Educar” (Ariel. Barcelona. 1997) comenta: “Hay que tener valor para dedicarse a la educación teniendo en cuenta cómo está el patio y las numerosas dificultades que este trabajo conlleva. Aquí no sirven ni los obedientes burócratas ni los tecnócratas curriculares, aquí hace falta valor, coraje, pasión, entusiasmo, fe, optimismo, alegría y luego dice “la educación tiene valor en sí porque es la que nos permite transformar, cambiar y mejorar la realidad que nos rodea, al mismo tiempo que cambiamos, nos transformamos y nos mejoramos a nosotros mismos y a nuestros semejantes”.
NO ME ES POSIBLE…
Estas reflexiones me recordaron que en Italia los profesores cuentan casos clásicos de ejemplar amor y dedicación a la enseñanza por parte de los maestros. Uno de ellos es el siguiente: “Giosuè Carducci –cuenta la anécdota– era un profesor universitario de la ciudad de Bolonia. En una ocasión acudió a Florencia para asistir a unos actos conmemorativos. Un día por la tarde, el maestro fue a despedirse del ministro de Instrucción Pública. ‘No, no’, dijo el ministro, ‘quédese mañana también’. ‘Excelencia, no me es posible. Mañana tengo clase en la universidad y los chicos me esperan –contestó el profesor–. ‘Le dispenso yo’ –propuso el ministro–. ‘Ud. puede dispensarme, pero yo no me dispenso’ –puntualizó Carducci– y así emprendió su viaje de retorno”.
El profesor Carducci, con esta actitud, demuestra que poseía un excelentísimo concepto de la enseñanza, de su profesión, y el respeto que todo maestro le debe a sus estudiantes.
Carducci, sin duda, era de la raza de docentes que dicen: “para enseñar latín a Juan, no es suficiente saber latín, es necesario también conocer a Juan y por supuesto también amarlo”.
Creo que el ser maestro va muy de acuerdo con la conducta del profesor Carducci, una forma de ser que, pienso, cada día se pierde un tanto en nuestro País. Este profesor italiano pone en claro que la docencia es mucho más que una profesión, que es más bien una vocación, un llamado.
La anécdota enseña que para ser maestro implica, por lo menos, contar con tres valores supremos: la fidelidad a la vocación, la solidaridad y la inquebrantable mística del servicio.
FIDELIDAD, PUNTUALIDAD Y SOLIDARIDAD
Fidelidad porque el maestro nunca ha de olvidar que su quehacer cotidiano debe ser una respuesta permanente a la promesa que algún día le hizo a su vocación: contribuir a crear espíritus libres, responsables, creativos, interdependientes, productivos y, sobretodo, felices. Esta fidelidad requiere una actitud creativa y auténtica, lo que implica que actúe siempre en virtud de lo que es valioso, de aquello que vale la pena, jamás siendo víctima de los impulsos de la voluntad, ni de los vaivenes del temperamento y menos permitirse ser rehén de las circunstancias o avatares que surgen de los tiempos vividos. Este compromiso exige al maestro apegarse a nada, excepto a los superemos principios que originan su quehacer docente.
Cumplir lo prometido implica puntualidad, cubrir el programa y los objetivos del curso, honestidad, evaluar con justicia y equidad, entusiasmo a toda costa, respetar a los demás maestros y crear ambientes genuinos de aprendizaje.
Fidelidad no es terquedad, tampoco afán de dominio y menos intolerancia, sino apego a la vocación, apertura, diálogo con las personas que forma y un inconmensurable respeto a la institución donde labora.
Digo que el maestro también debe ser solidario –jamás paternalista– con el alumno y su vocación porque la solidaridad implica generosidad, humanidad y espíritu de cooperación. Es decir, debe saber dar y darse, pero siempre con su testimonio, persistentemente con su ejemplo cotidiano.
El maestro, entonces, ha de ser solidario con sus alumnos desprendiéndose humildemente de lo que es suyo, de sus conocimientos y su personal tiempo, con el exclusivo afán de cooperar, acompañar y crear vínculos de convivencia y hospitalidad con sus alumnos. Esta colaboración es creativa, comprometida, jamás a medias y menos manipuladora.
SERVICIO Y OPTIMISMO
Y qué decir del espíritu de servicio. De ese servicio que hoy se encuentra abundantemente escaso y muy depreciado. El maestro es, básicamente, quien sirve; quien se da y forja a los demás dejando un poco de su propia piel en el camino. Sin olvidar que el servicio es el fruto del amor, por tanto, implica coherencia ejemplar, paciencia, afabilidad, dulzura, serenidad, altas dosis de alegría y un profundo conocimiento de lo que (o a quién) se sirve. Servir mansamente, con optimismo, es lo que se encuentra en la base del alma de quien se dice maestro.
Savater, en el libro citado, insiste: “En cuanto educadores no nos queda más remedio que ser optimistas, ¡ay! Y es que la enseñanza presupone el optimismo tal como la natación exige un medio líquido para ejercitarse. Quién no quiera mojarse, debe abandonar la natación; quién sienta repugnancia ante el optimismo que deje la enseñanza y que no pretenda pensar en qué consiste la educación. Porque educar es creer en la perfectibilidad humana, en la capacidad innata de aprender y en el deseo de saber que la anima; en que hay cosas, (símbolos, técnicas, valores, memorias, hechos...) que pueden ser sabidos y que merecen serlo, en que los hombres podemos mejorarnos unos a otros por medio del conocimiento...” No puedo estar más de acuerdo con esta reflexión. Los maestros encarnamos la esperanza derivada de la sabiduría, pero sobre todo del amor.
Todo esto viene a colación porque México urgentemente reclama, de quienes abrigamos la grave responsabilidad de formar, retornar a lo básico, a que todos (padres y maestros) amemos la vocación paternal y magisterial para formar niños y jóvenes con actitudes testimoniales, lo cual implica renunciar a las disculpas, evitando a toda costa la autocomplacencia, el ruido vano y el burocratismo.
Si deseamos mejores ciudadanos para el País, si queremos hijos y alumnos educados; si pretendemos ser sensibles, dedicados, responsables y comprometidos, los padres y maestros requerimos ser testimonios de eso que pretendemos formar.
Los jóvenes siempre son reflejo de lo que ven y sienten en sus padres y maestros (inclusive autoridades). Las nuevas generaciones son el simple espejo de sus propios constructores; entonces, o alimentamos, o destruimos al perverso materialismo y a la indiferencia, o conducimos a México al abismo. La decisión es personal.
Ni hablar…
Obvio: ante la corrupción, educación; ante la violencia, educación; ante la impunidad, educación; ante la pobreza, discriminación y desigualdad, educación; ante el hambriento lobo de Hobbes, educación, pero impartida por docentes como Carducci.
Eduquemos ejemplarmente a Juan, para eso hay que conocerlo, ser su ejemplo y amarlo; precisamente, como si ejemplarmente le enseñáramos un poco del ya olvidado “latín”.
cguiterrez@itesm.mx
Carlos R. Gutiérrez Aguilar
Programa Emprendedor del Tec de Monterrey Campus Saltillo