Victimismo acomodaticio
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El año 2017 ha comenzado mal… pero decirlo es una obviedad, por supuesto. Y es una obviedad tan obvia, como señalar la desastrosa forma en la cual concluyó el 2016 o, si se prefiere, la forma en la cual, en términos generales, transcurrió el último período de 12 meses.
Pero no para todo mundo es una mala noticia lo anterior. Para los augures del desastre, para quienes han escogido como ocupación de tiempo completo el vaticinio del apocalipsis, el año no pudo iniciar mejor: por fin el destino volteó a verles y les cumplió el deseo de atestiguar el inicio del fin de los tiempos cuyo advenimiento han pronosticado tantas veces y con tanta vehemencia.
Hoy, merced al clima de violencia –contenida en su mayor parte, pero suficientemente desatada como para celebrar el cumplimiento de la profecía– finalmente los agoreros de la hecatombe pueden pronunciar, paladeándolas, esas cuatro sílabas calamitosas: ¡se-los-di-je!
No se les puede refutar: el inicio del año no da para celebraciones ni para la exhibición de optimismos cuyo único asidero sea la esperanza en una improbable intervención divina para arreglar el desastre.
Para la más reciente generación, en particular, el arranque del 2017 constituirá acaso el peor arranque de un año en toda su existencia. Pero para quienes tenemos un poco más de kilómetros recorridos, las malas noticias de este fin e inicio de año representan la amarga reedición de tiempos a los cuales creímos haberles dicho adiós. Y ni siquiera son éstos los peores momentos a los cuales nos ha tocado asistir.
El origen del problema, por cierto, es el mismo de antaño: en los últimos meses se ha condensado la masa crítica integrada, de un lado, por las decisiones erradas de una clase política históricamente incapaz y corrupta; del otro, por las acciones y omisiones de quienes, desde la sociedad civil, no hemos sido capaces de empujar las transformaciones indispensables para dejar atrás nuestros ancestrales rezagos.
Quienes integramos las generaciones con cuatro décadas o más de historia a cuestas hemos vivido y atestiguado lo suficiente como para entender la naturaleza del fenómeno; lo suficiente como para realizar un diagnóstico más objetivo de la realidad, un diagnóstico capaz de alejarse del facilismo discursivo, del victimismo acrítico.
No podemos, apelando a la experiencia, dejar de indignarnos por la realidad a cuya actualización asistimos: se trata de una realidad claramente indeseable y, sobre todo, de una a la cual no estábamos –no estamos– irremediablemente condenados como sociedad.
Por ello, nuestra voz debe sumarse, sin ambigüedades, al coro de indignación presente en todos los rincones del país, un coro cuyas motivaciones son absolutamente válidas y cuyos destinatarios fundamentales –los integrantes de nuestra clase política– son merecedores absolutos de la crítica contra ellos enderezada.
Pero justamente porque muchos tenemos en la experiencia de vida mayores elementos para juzgar la realidad con frialdad, no podemos instalarnos en la comodidad de simplemente lanzar escupitajos en contra de nuestros gobernantes y, peor aún, considerar tal hecho suficiente para provocar un cambio en la situación actual.
La ingenuidad de creer en las soluciones mágicas está bien para los adolescentes, para quienes no han debido enfrentar jamás el reto de resolver un problema real y por ello creen ciegamente en las teorías sin comprobación de las cuales está poblada su experiencia.
Quienes tenemos un mayor camino recorrido estamos obligados a asumir la crudeza de la realidad: la desazón circundante en el inicio de este 2017 es producto, sí, de la desastrosa actuación de nuestros políticos, pero también de nuestras omisiones y aun de nuestros vicios como ciudadanos.
Porque si la ineficiencia y la corrupción constituyen la marca distintiva de nuestra clase política, eso se debe solamente a una cosa: pese a todos sus defectos, de sobra conocidos, nosotros hemos seguido comprándoles su mercancía rancia.
Pero no sólo eso: nos hemos empeñado en convencernos a nosotros mismos de la principal teoría puesta a la venta por nuestros profesionales de la demagogia: las cosas van a cambiar, como por arte de magia, cuando “fulanito” (o “fulanita” llegue a la Presidencia, a la gubernatura, a la alcaldía…).
Es una idea sumamente seductora por cómoda: nosotros no estamos obligados a hacer nada, basta con acudir a votar por “el bueno”, por el “de verdad”, por ese individuo providencial a cuyo influjo los astros se alinearán para convertir a México en la tierra prometida por nuestros dioses ancestrales.
Es una idea tentadora pero desastrosa: las consecuencias de creer ciegamente en ella están a la vista. Quien tenga ojos para ver, pues vea: nuestro problema es cultural y habita en todos nosotros… de la misma forma en la cual habita en nosotros la solución: el primer paso es dejar de creer en los hombres y las mujeres providenciales.
¡Feliz fin de semana!
@sibaja3
carredondo@vanguardia.com.mx
Carlos Alberto Arredondo